sábado, 11 de julio de 2015

“Vivir con miedos te impide hacer muchas cosas en la vida”

“Vivir con miedos te impide hacer muchas cosas en la vida”

“Los dos teníamos nuestra vida profesional y personal en Madrid y aunque estábamos abiertos a un cambio de residencia, nunca nos hubiéramos imaginado que terminaríamos en Congo con nuestro hijo, trabajando juntos y en un hospital; esto sólo estaba en los planes de Dios”. Así comienza la historia de ​Álvaro Perlado y Mayte Ordovás, casados y con un hijo de año y medio. Farmacéuticos madrileños residentes en Congo.
Opus Dei - “Vivir con miedos te impide hacer muchas cosas en la vida”Álvaro y Mayte son farmacéuticos. Él trabajaba en una multinacional en consultoría y ella en una oficina de farmacia. Desde hace unos meses trabajan en el Hospital Monkole, en Congo.
Álvaro y Mayte son farmacéuticos. Él trabajaba en una multinacional en consultoría y ella en una oficina de farmacia. Están casados desde hace tres años y tienen al pequeño Álvaro, de 19 meses. Son supernumerarios del Opus Dei. Ésta no es la historia de una huida de la crisis económica sino una carrera directa a ella. 
El hospital Monkole, obra corporativa del Opus Dei, lleva 24 años en funcionamiento, pero está en plena ampliación; por eso, sus responsables buscaban a alguien de fuera del país para ocupar el puesto de director general adjunto. “Pensaron que mi perfil podría encajar –explica Álvaro–; además, querían cubrir un nuevo puesto en el servicio de farmacia y Mayte era la persona idónea”.
"En Monkole hay muy buen ambiente de trabajo, un equipo muy bien formado y todo el mundo se conoce. ¡Somos una gran familia de 350 personas!”"En Monkole hay muy buen ambiente de trabajo, un equipo muy bien formado y todo el mundo se conoce. ¡Somos una gran familia de 350 personas!”
“Lo primero que se te viene a la cabeza cuando te plantean algo así y tienes un niño pequeño es cambio, enfermedad, pobreza absoluta, subdesarrollo y caos –añade Mayte. Lo segundo, que como fieles de la Obra tenemos la responsabilidad de colaborar junto a otros que están allí. Nos daba respeto el tema de las enfermedades tropicales pero, como todo en la vida depende de los planes de Dios, decidimos abandonarnos en Él y tener prudencia para evitarlas. Vivir con miedos te impide hacer muchas cosas en la vida. Somos jóvenes, nuestro hijo todavía no tiene edad escolar y pensamos que nos podríamos adaptar a las diferencias del país. Así que dijimos: Dios sabe más. Nos vamos.”
Álvaro lleva aquí nueve meses y su hijo y Mayte, cinco. Él vino antes porque urgía cubrir su puesto en el hospital y Mayte tuvo que esperar con el niño, en Madrid, a que cumpliera doce meses para vacunarlo de la fiebre amarilla y tomar la medicación profiláctica contra la malaria. En marzo del año pasado vinieron a conocer la ciudad y el hospital. “La verdad es que si hubiéramos estado solos nos habríamos lanzado desde el primer momento pero con un bebé de meses, lo más prudente era tomar una decisión ‘in situ’. Yo vine un poco reacia, pero cuando conocimos a los congoleños, la labor que se hace en Monkole y todas las iniciativas de la Obra en el país, nos dimos cuenta de que este era ‘nuestro sitio”.
Monkole, un hospital para todos
Álvaro y Mayte sabían que Monkole era una iniciativa impulsada por el beato Álvaro del Portillo, que empezó con dos camas en 1991 y hoy es un hospital de referencia de una zona de salud de 350.000 habitantes, que recibe más de 80.000 visitas al año. En Madrid existe la asociación “Amigos de Monkole” que organiza eventos solidarios para recaudar fondos destinados a proyectos del hospital.
Ellos asistieron en varias ocasiones sin sospechar que sería su futuro destino. Su filosofía -ofrecer al paciente una asistencia sanitaria basada en el respeto de la dignidad de la persona humana, sea cual sea su condición social y económica- es lo que más les atrajo. “Además en Monkole hay muy buen ambiente de trabajo, un equipo muy bien formado y todo el mundo se conoce. ¡Somos una gran familia de 350 personas!”, cuenta Mayte.
“La gente en Congo más que vivir, sobrevive –resume Álvaro. Muchos habitan en casas sin terminar de construir, sin agua, sin luz, con varias familias juntas y rodeadas de basura porque aquí el servicio de recogida no existe; cada uno debe quemarla y no todo el mundo lo hace.
“Pensaron que mi perfil podría encajar –explica Álvaro–; además, querían cubrir un nuevo puesto en el servicio de farmacia y Mayte era la persona idónea”.“Pensaron que mi perfil podría encajar –explica Álvaro–; además, querían cubrir un nuevo puesto en el servicio de farmacia y Mayte era la persona idónea”.
"El problema principal es la pobreza, y debido a ella hay mucha enfermedad. La vida es muy dura. Las tasas de paro son elevadas, en República Democrática del Congo más de un 80%; las infraestructuras, muy precarias; el acceso a agua potable, difícil, y la red eléctrica, un desastre. Los sistemas políticos no están definidos y la corrupción campa por doquier. En mi opinión, la clave del autodesarrollo se encuentra en la educación. África tiene un gran futuro por delante porque prácticamente está todo por hacer, pero necesita un fuerte trabajo de base de las nuevas generaciones”.
“Respecto a las enfermedades y brotes epidémicos –continúa-, el Congo es el país donde se detectó el primer brote de ébola, y un artículo reciente que leíamos hace unos meses indicaba Kinshasa como la cuna que vio nacer el VIH. En la capital no ha habido casos de ébola en la última epidemia de África Occidental, pero las tasas de infección del VIH son muy elevadas (5%). En Monkole tenemos una unidad de tratamiento de pacientes infecciosos –principalmente VIH y tuberculosis- donde atendemos un gran número de casos gracias a la ayuda de colaboradores extranjeros. Los tratamientos antirretrovirales son muy caros y los pacientes no pueden costeárselos”.
Opus Dei de aquí y Opus Dei de allí
“Cuando ves la gran labor hecha -un gran hospital, escuelas de formación de enfermeras, centros de formación de agricultores, centros de investigación bio-sanitaria, centros culturales, clubes juveniles- y la dificultad de poner las cosas en marcha, te das cuenta que todo esto sale adelante porque Dios quiere, con el trabajo de gente alegre y tenaz, como el Abbé Hervás y el doctor Juan Bautista Juste, que fueron los que empezaron el trabajo de la Obra en la República Democrática del Congo en 1982. La ayuda que se presta aquí es sobre todo espiritual. La falta de medios, la extrema pobreza y la enfermedad crean vacío y necesidad de Dios. Lo más importante es quererles y acompañarles ante las dificultades”.
En el campo socio-sanitario, la Iglesia ha hecho grandes aportaciones con la vida entregada de misioneras y misioneros que han pasado guerras, persecuciones y hambrunas y siguen en pie acogiendo en sus centros a la población. Estas acciones son muy valoradas por los africanos. La labor del Opus Dei allí procura sumar al conjunto.
Álvaro y Mayte se han sentido en casa desde el primer momento. El pequeño Álvaro se ha convertido pronto en el ‘petit mundele’Álvaro y Mayte se han sentido en casa desde el primer momento. El pequeño Álvaro se ha convertido pronto en el ‘petit mundele’
“Mi experiencia –asegura Mayte- es que la Obra es exactamente igual aquí que en España. El espíritu y los medios de formación son los mismos. En Congo les atrae muchísimo el espíritu de la Obra, porque ven alegría, unión, cuidado de las cosas, etc. Un día, un paciente nos contó que cuando pasó por el edificio de Monkole pensó ‘este hospital es de ricos’ y cuando vio que entraban indigentes y se informó de la atención que ofrecía se quedó entusiasmado. No están acostumbrados a ver un edificio limpio donde la gente es amable y acogedora, piensan que no tienen derecho a esto. Hay que explicarles que Monkole es para todos. Además, le tienen mucha devoción al beato Álvaro del Portillo porque saben que hizo mucho por África y le están muy agradecidos. A su beatificación acudió un grupo muy numeroso a pesar de las dificultades para financiarlo”.
La clave del progreso no es imponer, tutelar ni sustituir, sino ayudar a los africanos a sacar adelante su sociedad. “Se necesitan personas perseverantes que sepan mantener lo creado por ellos mismos. Con esta idea, varias personas de la Obra de Kinshasa han puesto en marcha desde hace unos años un par de colegios de educación primaria y desde hace más años, las mujeres han ido desarrollado centros de formación para la mujer africana: un centro de formación de enfermeras, el ISSI, y un centro de formación en hostelería, Liceo de Kimbondo, etc.”, concluye.
África te cambia la percepción de todo
Álvaro y Mayte se han sentido en casa desde el primer momento. El pequeño Álvaro se ha convertido pronto en el ‘petit mundele’ y todos quieren jugar con él. “Vivimos en unos estudios que se hicieron para acoger a los extranjeros que trabajaron en la construcción del nuevo hospital. Está a una distancia de 100 metros de Monkole, lo cual facilita mucho los tiempos de la familia”, dice Álvaro.
Y Mayte añade: “Cuando llegamos por primera vez a la casa nos lo encontramos todo decorado con mucho gusto: la pintura, los cuadros, las cortinas, las camas con las mosquiteras… Las mujeres de la Obra de aquí se encargaron de prepararla durante las Navidades para nuestra llegada, que fue el 10 de enero. Me quedé muy impresionada del cariño que habían puesto en este trabajo sin conocernos”.
"Hemos aprendido a disfrutar cada momento y tenemos más tiempo para dedicarlo a la familia y a nuestros nuevos amigos congoleños""Hemos aprendido a disfrutar cada momento y tenemos más tiempo para dedicarlo a la familia y a nuestros nuevos amigos congoleños"
“Nuestro recibimiento fue excepcional. La gente del hospital, de la Obra, del barrio, todo el mundo sabía de nuestra llegada y nos sentimos muy arropados”.
El problema fue la acogida por parte del país. A los siete días de llegar hubo un conflicto político que impidió que salieran de casa en una semana. Desde la Embajada de España les llamaron diciendo que el plan de evacuación estaba preparado para ponerlo en marcha y les dieron instrucciones de comportamiento para los siguientes días. “Hicimos caso y entre la gente del hospital y los demás de la Obra que viven en nuestro barrio, conseguimos abastecernos de comida y agua para esos días. Gracias a este inesperado episodio nuestra adaptación ha sido muy rápida”.
“Los congoleños son alegres, sencillos, familiares y acogedores. En Europa nos creamos muchas necesidades y vivimos en una continua proyección hacia el futuro, todo está medido y planificado. Aquí aprendes a vivir al día y hasta una simple barra de pan te hace feliz. África te cambia la percepción de todo. Hemos aprendido a disfrutar cada momento y tenemos más tiempo para dedicarlo a la familia y a nuestros nuevos amigos congoleños”.
Enseñar y acompañar, claves de desarrollo
Después del tiempo vivido en el Congo, Álvaro y Mayte se han dado cuenta de que la ayuda que tienen que proporcionar los países desarrollados a África es transmitirles su experiencia y acompañarles en el desarrollo de sus países. “Es importante hacer hincapié en la acción de acompañamiento porque muchas veces el hombre de Occidente viene, ejecuta, hace caja y se va, y eso significa dejar un arma de doble filo a alguien que no sabe cómo utilizarla”, explica Álvaro. “Si queremos que nuestra ayuda sea eficaz, tenemos que comprometernos con proyectos cuyo objetivo esté orientado al desarrollo de la población africana. En Monkole tenemos la suerte de contar con algunos socios de Occidente que han creído en nuestro proyecto y gracias a su interés y perseverancia podemos ir sacando las cosas adelante”.
Y aunque todavía quede mucho tiempo para volver, los dos anticipan su legado y su consejo para todo tipo de espíritus: “A los jóvenes con inquietud por ayudar les diríamos que busquen actividades en su día a día con las que puedan dar un mejor servicio a los que están a su alrededor. Si quieren involucrarse en proyectos de cooperación, que no duden en hacerlo y que se comprometan y sean pacientes y perseverantes. A la gente acomodada, que no tenga miedo de salir de su área de confort, que fuera de ella hay mucha gente que les necesita; que no tengan miedo de dar un giro a sus carreras y dedicarse a facilitar a otras personas mejores condiciones de vida aunque las condiciones materiales no sean las esperadas. Y a los que viven en una profunda crisis, que las penas son pasajeras y que Dios siempre sabe más. A todos les diríamos que lo único verdaderamente importante en la vida son las personas: quererlas, respetarlas y conseguir que se vayan al Cielo contigo”.
Para la familia Perlado Ordovás habrá un antes y un después de Congo. “En la película francesa Bienvenidos al norte, -concluye Mayte- se dice que cuando un forastero llega a la región de Norte-Paso de Calais llora dos veces: cuando llega y cuando se va. Esto es lo que pensamos que pasará con nosotros. Al principio nos costó mucho soltar amarras de Madrid pero cuando tengamos que volver será duro dejar África, sobre todo su gente. El paisaje no es lo que te atrae de África como pensamos por las películas. De hecho, Kinshasa es la ciudad con menos encanto que hemos conocido. Lo que te atrapa aquí son las personas”.
Fuente: http://opusdei.es/es-es/article/hospital-monkole-matrimonio/?utm_content=buffer70bc9&utm_medium=social&utm_source=facebook.com&utm_campaign=buffer

jueves, 14 de mayo de 2015

Trabajar en todo tiempo


Empezar una carrera profesional y acabarla son dos momentos muy importantes. El valor del trabajo debe adquirir entonces sus justas dimensiones. Nueva reflexión sobre el trabajo.


San Josemaría escribió que el trabajo es “una enfermedad contagiosa, incurable y progresiva"[1]. Uno de los síntomas claros de esta enfermedad consiste en no saber estar sin hacer nada. El deseo de dar gloria a Dios es la razón última de esa laboriosidad, de ese afán por santificar el tiempo, de querer ofrecer a Dios cada minuto de cada hora, cada hora de cada día... cada etapa de la vida. “El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no sólo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada"[2].
EL DESEO DE DAR GLORIA A DIOS ES LA RAZÓN ÚLTIMA DE ESA LABORIOSIDAD, DE ESE AFÁN POR SANTIFICAR EL TIEMPO, DE QUERER OFRECER A DIOS CADA MINUTO DE CADA HORA
“El hombre cauto medita sus pasos"[3], dice el libro de los Proverbios. Meditar los pasos en la tarea profesional es esa reflexión atenta y ponderada de la que habla san Josemaría, que lleva a pensar hacia donde caminamos con nuestro trabajo, y a rectificar la intención. El prudente discierne en cada circunstancia el mejor modo de dirigirse hacia su fin. Y nuestra meta es el Señor. Cuando cambian las circunstancias conviene tener el corazón despierto para percibir las llamadas de Dios en y a través de los cambios, de las nuevas situaciones.
Vamos a detenernos en dos momentos concretos de la vida profesional: el inicio y el final. Dentro de su especificidad, ayudan a ver con más claridad algunos aspectos de la santificación del trabajo. Entre otros: la disposición vigilante, con la fortaleza de la fe, para mantener la rectitud de intención; el valor relativo de la materialidad de lo que hacemos; la fugacidad de los éxitos o de los fracasos; la necesidad de mantener siempre una actitud joven y deportiva, dispuesta a recomenzar, por amor a Dios y a los demás, cuantas veces sea necesario...
Los inicios de la vida profesional
Una de las notas esenciales del espíritu del Opus Dei es la unidad de vida. Vivir en unidad significa orientar todo hacia un único fin; buscar “'solo y en todo' la gloria de Dios"[4]. Para quienes dedican la mayor parte de la jornada a desarrollar una profesión, es necesario aprender a integrarla en el conjunto del proyecto de vida. El inicio de la vida profesional es uno de los momentos más importantes en ese aprendizaje. Es una situación de cambio, de nuevos retos y posibilidades... y también de dificultades que conviene conocer.
En algunos ámbitos, por ejemplo, se han difundido prácticas que reclaman de los jóvenes profesionales una dedicación sin límite de horario ni de compromiso, como si el trabajo fuese la única dimensión de su vida. Estas prácticas se inspiran, por una parte, en técnicas psicológicas y de motivación; pero también responden a una mentalidad que absolutiza el éxito profesional sobre cualquier otra dimensión de la existencia. Por diversos medios se busca fomentar una actitud en la que el compromiso con la empresa o con el equipo de trabajo esté por encima de cualquier otro interés. Y es precisamente en personas con vocación profesional, que quieren hacer muy bien su trabajo, en las que pueden cuajar estos planteamientos. Por eso san Josemaría, maestro de la santificación del trabajo, advertía del peligro de trastocar el orden de las aspiraciones. “Interesa que bregues, que arrimes el hombro... De todos modos, coloca los quehaceres profesionales en su sitio: constituyen exclusivamente medios para llegar al fin; nunca pueden tomarse, ni mucho menos, como lo fundamental. ¡Cuántas "profesionalitis" impiden la unión con Dios!"[5]
Los medios que se usan para reclamar esa exclusividad no suelen consistir en rígidas imposiciones, sino más bien en hacer entender que la estima, la consideración y las posibilidades futuras de una persona dependen de su disponibilidad incondicionada. De este modo se fomenta que se pase el máximo número de horas en la empresa, que se renuncie al fin de semana o a períodos de descanso —habitualmente dedicados a la familia y al cultivo de la amistad— incluso sin que haya para ello una real necesidad. Estas y otras formas de demostrar la máxima disponibilidad se ven a menudo incentivadas con gratificaciones cuantiosas, o con beneficios que hacen sentir un alto status social o profesional: hoteles de primera clase cuando se viaja por motivos de trabajo, regalos... Por el contrario, cualquier limitación de la disponibilidad se ve como una peligrosa desviación de la "mentalidad de equipo". El equipo de trabajo o la empresa pretenden así absorber la totalidad de las energías. Cualquier otro compromiso externo ha de supeditarse a los que se tienen en el trabajo. San Josemaría prevenía contra posibles falsos razonamientos en este sentido. “Una impaciente y desordenada preocupación por subir profesionalmente, puede disfrazar el amor propio so capa "de servir a las almas". Con falsía —no quito una letra—, nos forjamos la justificación de que no debemos desaprovechar ciertas coyunturas, ciertas circunstancias favorables..."[6]
No es difícil imaginar qué efectos puede ocasionar una mentalidad como la que hemos descrito en quienes carezcan de una jerarquía clara de valores, o de la fortaleza de la fe para mantener las legítimas aspiraciones profesionales dentro del orden que permita subordinarlas al amor a Dios. Pensemos, por ejemplo, en las dificultades que atraviesa la vida familiar cuando el padre o la madre no tienen tiempo ni energías para el hogar; o los regateos que, por falta de dominio de la propia situación, sufre el trato con Dios.
La actitud de quien se "deja llevar", o la pérdida de rectitud de quien se deja seducir por el éxito humano —muy distinto del prestigio humano y profesional que es anzuelo del apóstol—, imposibilitan la consecución de una vida en armonía, donde la profesión quede integrada según el orden de la caridad, que incluye atender a otros deberes espirituales, familiares y sociales.
El empeño único por dar gloria a Dios y la fortaleza sobrenatural de la gracia permiten armonizar, con jerarquía y orden, y sobre todo con fe en que Dios no pide imposibles, las distintas facetas de nuestra existencia. Un orden que no es rigidez, sino orden de amor: hacer lo que debemos hacer en cada momento y renunciar a lo que debemos renunciar. A veces basta un poco de cuquería para saber decir que no sin enfrentarse directamente; otras veces habrá que hablar claro, dando el testimonio amable de una vida coherente con las propias convicciones, testimonio avalado por el prestigio de quien trabaja como el mejor. En cualquier caso, no debemos perder la paz, persuadidos de que las dificultades las permite Dios para nuestro bien y el de muchas otras personas.
A un hijo de Dios, lo que realmente le interesa es agradar a su Padre, buscar y cumplir su voluntad, tratando de vivir y trabajar en su amorosa presencia. Este es el fin, lo que da sentido a todo, lo que nos mueve a trabajar y a descansar, a hacer esto o lo otro; lo que da la fuerza, la paz, la alegría. Todo lo demás tiene un valor relativo. Para cristianizar los ambientes profesionales se requiere madurez humana y sobrenatural, además de un gran prestigio humano y profesional, que va más allá de la mera productividad.
Los hijos de Dios hemos sido liberados por Cristo en la Cruz. Podemos acoger esa liberación o rechazarla. Si la acogemos con nuestra correspondencia, viviremos lejos de la esclavitud de las opiniones de los demás, de la tiranía de nuestras pasiones, o de cualquier presión que pretenda doblegar nuestra voluntad para servir a señores distintos de nuestro Padre Dios.
Quien se decide a trabajar por amor a Dios aprenderá a captar la importancia precisa que tienen las distintas exigencias de la vida: las valorará en función de la voluntad de Dios. Podrá integrar un trabajo profesional exigente con la dedicación a la familia, a los amigos... con el tiempo y las energías que requiere cada ocupación.
A menudo será necesaria una buena dosis de fortaleza, y la libertad interior suficiente para decir que no a reclamos —en sí, quizá buenos— que puedan apartar el corazón de Dios. No hay recetas en esto. La actuación prudente en un asunto de tanta importancia requiere una intensa presencia del fin —una vida interior sólida, un deseo firme de dar gloria a Dios— y la actitud humilde, vigilante y abierta, de dejarse aconsejar.
El resultado será mantener en las propias manos las riendas de la existencia, sin caer en que el trabajo profesional, siendo un aspecto importante, pase a ocupar un puesto que sólo corresponde al Señor. Sólo Él es digno de orientar todo lo que hacemos, incluido el mismo trabajo. En los primeros años de profesión, suelen aparecer situaciones nuevas, relaciones distintas de las que se habían mantenido hasta entonces, que constituyen una ocasión irrepetible para dar mucha gloria a Dios. En esta época, es importante no dejarse llevar por el deseo de afirmación personal, el afán de demostrar el propio valor a los demás y a uno mismo, y otras tentaciones semejantes.
Foto: FJBerguizasFoto: FJBerguizas
El final de una etapa, el comienzo de otra

Otra fase de la vida que tiene sus exigencias específicas es la vejez, cuando la disminución de las energías físicas impide desarrollar la profesión con la misma intensidad que antes; o cuando, teniendo todavía fuerzas para continuar la tarea a pleno rendimiento, llega el momento de la jubilación, quizá forzosa. Esta transformación de la condición de vida, casi instantánea, requiere adaptar muchos aspectos prácticos y, sobre todo, un espíritu "joven", dispuesto para afrontar una nueva etapa.
Es sin duda un buen momento para volver a meditar sobre el significado de la santificación del trabajo y de las actividades ordinarias de la existencia, precisamente en una situación en la que las limitaciones personales se pueden apreciar con más claridad. A veces se tratará de saber volver un poco a la situación de niños; con la sencillez de vivir sin dramas y con alegría la pérdida de una posición profesional que quizá hacía sentir la propia tarea como muy importante, con personas que dependían de ese trabajo.
Puede venir entonces la tentación de sentirse inútil, de renunciar a la audacia de emprender y desarrollar nuevas actividades por miedo a fallar o por desconfianza en las propias capacidades. Y sin embargo, esta nueva fase de la vida es una ocasión espléndida para pensar cómo ser, justamente, útiles al Señor y a los demás, con un renovado espíritu de servicio, más sereno y más recto, en tantas cosas pequeñas o en grandes iniciativas.
Las posibilidades son variadísimas. En algunos se mantendrá una parte de la actividad profesional anterior, preparando a las personas que puedan continuar la labor que se está abandonando. En otros casos, las propias capacidades se orientarán a actividades distintas, a veces de carácter más social o asistencial: atención a enfermos, apoyo a centros educativos o formativos... También el mundo asociativo, a veces tan decisivo para influir en la opinión pública, necesita personas con experiencia y posibilidad de dedicación de tiempo. Pensemos en asociaciones familiares, culturales, ambientales; en agrupaciones de telespectadores o de consumidores; en círculos políticos.
Naturalmente para quien tiene hijos y nietos, una parte importante de su tiempo estará centrada en prestar ayuda a las familias constituidas por sus propios hijos. Para las familias jóvenes, la ayuda de los abuelos es valiosísima. Su disponibilidad generosa y sonriente será muchas veces ejemplo y apoyo que oriente el modo en que los padres eduquen a sus hijos.
Los horizontes apostólicos de la tercera edad son muy amplios. Es importante vivir esta fase de la vida de modo inteligente y activo. El paso de una actividad profesional que absorbía la mayor cantidad de tiempo, a una situación de más libertad de horario, no debe dejar sitio al aburguesamiento. Desde el cultivo de aficiones hasta la dedicación a actividades de hondo calado social, todo puede estar empapado de un fuerte contenido apostólico. Las oportunidades de entrar en contacto con otras personas pueden ser habitualmente muy grandes, y la sabiduría y experiencia acumuladas deben ponerse al servicio de los demás, también, en la medida de lo posible, de la labor apostólica con jóvenes. Asimismo, el apostolado de la opinión pública ofrece oportunidades para quien tenga la preparación adecuada, en forma de colaboración en pequeños o grandes periódicos, radios o televisiones. No faltarán tampoco personas capaces de escribir libros, proponer ciclos de conferencias, o cualquier medio para hacer oír las enseñanzas de la Iglesia.
Es importante saber proyectar estos años con el espíritu de la "juventud perenne" del cristiano y con la santa audacia que debe acompañarlo. “El espíritu humano (...) aun participando del envejecimiento del cuerpo, en un cierto sentido permanece siempre joven si vive orientado hacia lo eterno"[7]. San Josemaría, en los años finales de su vida, cuando las fuerzas físicas menguaban, no dejó de emprender proyectos llenos de audacia, como por ejemplo el santuario de Torreciudad. Era igualmente sorprendente el ejemplo de san Juan Pablo II, quien promovió numerosas iniciativas —a cual más audaz— con fuerza y vigor pese a la enfermedad que le acompañó los últimos años.
A él mismo se podrían aplicar estas palabras suyas, con las que nos invita a tener en gran estima la última etapa de la vida: “Todos conocemos ejemplos elocuentes de ancianos con una sorprendente juventud y vigor de espíritu. Para quien los trata de cerca, son estímulo con sus palabras y consuelo con el ejemplo. Es de desear que la sociedad valore plenamente a los ancianos, que en algunas regiones del mundo —pienso en particular en África— son considerados justamente como "bibliotecas vivientes" de sabiduría, custodios de un inestimable patrimonio de testimonios humanos y espirituales. Aunque es verdad que a nivel físico tienen generalmente necesidad de ayuda, también es verdad que, en su avanzada edad, pueden ofrecer apoyo a los jóvenes que en su recorrido se asoman al horizonte de la existencia para probar los distintos caminos".
“Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes para invitarlos a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar. En este sentido, el Libro del Eclesiástico dice: 'No desprecies lo que cuentan los viejos, que ellos también han aprendido de sus padres (8, 9); Acude a la reunión de los ancianos; ¿que hay un sabio?, júntate a él (6, 34); porque ¡qué bien parece la sabiduría en los viejos!' (25, 5)"[8].
( Fuentehttp://bit.ly/1cXkWCS )

jueves, 9 de abril de 2015

Amar con lo pequeño


En mis años universitarios me encontré, primero en una plaza barcelonesa y posteriormente en Montserrat, estas palabras de Joan Maragall: "Esfuérzate en tu quehacer como si de cada detalle que pienses, de cada palabra que dices, de cada golpe de martillo que des... dependiera la salvación de la humanidad, porque depende. Créetelo". Tomé nota de ellas porque sintonizaban muy bien con lo que yo andaba tratando de aprender de Camino, la obra más conocida del fundador del Opus Dei. 

Gustaba san Josemaría de vivir y enseñar el amor a las cosas pequeñas, apuntando que eran las que ordinariamente íbamos a encontrar en nuestra vida y que, en cualquier caso, no realizaríamos nada grande si llegaba la ocasión sin el entrenamiento en lo pequeño. Por ejemplo escribe lacónicamente en el libro citado: "Las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas".

Aun abusando de las citas, recuerdo unas palabras de aquel gran especialista en Derecho Romano que fue Álvaro d'Ors. Las estampó en el libro de firmas de un colegio mayor: "Qui curat parvus, magnus; qui autem magnus, parvus" -el que cuida lo pequeño es grande; sin embargo, el que cuida lo grande es pequeño-. Naturalmente, no despreciaba el jurista a los autores de grandes hazañas, sino que no creía en aquellos que sólo buscan lo grande. Ahora que estamos en las Olimpiadas, también conecta con todo esto otro punto de Camino: "Me dices: cuando se presente la ocasión de hacer algo grande... ¡entonces! - ¿Entonces? ¿Pretendes hacerme creer, y creer tú seriamente, que podrás vencer en la Olimpiada sobrenatural, sin la diaria preparación, sin entrenamiento?".

Solía citar también este autor a Tartarín de Tarascón, aquel personaje de Daudet que, en su afán de realizar aventuras prodigiosas, salía a cazar leones por los pasillos de su casa. Era el prototipo del que, persiguiendo sólo lo grande, acaba en lo ridículo. Luego, he leído en Introducción al Cristianismo estas palabras del cardenal Ratzinger: "En un mundo que en el último término no es matemática, sino amor, lo minimum es maximum, lo más pequeño que pueda amar es lo más grande, lo particular es más que lo general; la persona, lo individual, lo irrepetible, es también lo definitivo y lo supremo". Obviamente, no se trata de un canto al egoísmo, sino a la persona y a lo realizado con amor. Páginas atrás ha escrito que ese "maximum", que es Dios, sigue siéndolo cuando se ha hecho "minimum", hombre dedicado a las tareas más corrientes en el hogar de Nazaret.

Dios se ha hecho pequeño y nos invita a amar con lo pequeño: si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos. La vida diaria puede estar repleta de sonrisas o de caras adustas, del detalle de la puntualidad o de la llegada tardía, de un pequeño ahorro que nos hace más sobrios o del gasto innecesario y descontrolado, de la generosidad en un regalo oportuno o la tacañería olvidadiza, del orden en la ropa o de la llegada a casa arrojando prendas y objetos varios, de la palabra amable o de la respuesta brusca, de un modo de vestir agradable a los demás o de una indumentaria ofensiva para la vista, de una palabra de respeto a la opinión ajena o de un modo de contradecir airado, del buen hacer o de la chapuza, de la reacción paciente o de aquella molesta, etc. La lista puede alargarse indefinidamente para vivir virtudes como el orden, la laboriosidad, la sinceridad, la comprensión, la caridad, el desprendimiento y buen uso de los bienes, la lealtad, el buen hablar, la abnegación, la valentía, la humildad, etc.

No son rutinas, sino todo lo contrario. Se trata de enc
ontrarle frescura al vivir diario, a fuerza de buscar esa lozanía en tantas pequeñeces que están al alcance de todos. Hace muchos años escuché de una persona con muy pocos recursos económicos: "Mire, yo prefiero una sonrisa a veinte duros". Tal vez el secreto esté aquí: "Hacedlo todo por Amor. - Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. - La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo" (Camino).

Por Pablo Cabellos. ( Fuente: http://bit.ly/1CZ7PsO )


lunes, 30 de marzo de 2015

"Emprendamos el camino de la humildad"


"Emprendamos el camino de la humildad"
(Papa Francisco)

En el centro de esta celebración, que se presenta tan festiva, está la palabra que hemos escuchado en el himno de la Carta a los Filipenses: «Se humilló a sí mismo» (2,8). La humillación de Jesús.
Esta palabra nos desvela el estilo de Dios y, en consecuencia, aquel que debe ser el del cristiano: la humildad. Un estilo que nunca dejará de sorprendernos y ponernos en crisis: nunca nos acostumbraremos a un Dios humilde.
Humillarse es ante todo el estilo de Dios: Dios se humilla para caminar con su pueblo, para soportar sus infidelidades. Esto se aprecia bien leyendo la historia del Éxodo: ¡Qué humillación para el Señor oír todas aquellas murmuraciones, aquellas quejas! Estaban dirigidas contra Moisés, pero, en el fondo, iban contra él, contra su Padre, que los había sacado de la esclavitud y los guiaba en el camino por el desierto hasta la tierra de la libertad.
En esta semana, la Semana Santa, que nos conduce a la Pascua, seguiremos este camino de la humillación de Jesús. Y sólo así será «santa» también para nosotros.
Veremos el desprecio de los jefes del pueblo y sus engaños para acabar con él. Asistiremos a la traición de Judas, uno de los Doce, que lo venderá por treinta monedas. Veremos al Señor apresado y tratado como un malhechor; abandonado por sus discípulos; llevado ante el Sanedrín, condenado a muerte, azotado y ultrajado. Escucharemos cómo Pedro, la «roca» de los discípulos, lo negará tres veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes, pidiendo que Barrabás quede libre y que a él lo crucifiquen. Veremos cómo los soldados se burlarán de él, vestido con un manto color púrpura y coronado de espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz, sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición de Rey e Hijo de Dios.
Esta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación.
Al recorrer hasta el final este camino, el Hijo de Dios tomó la «condición de siervo» (Flp 2,7). En efecto, la humildad quiere decir también servicio, significa dejar espacio a Dios negándose a uno mismo, «despojándose», como dice la Escritura (v. 7). Este «despojarse» es la humillación más grande.
Hay otra vía, contraria al camino de Cristo: la mundanidad. La mundanidad nos ofrece el camino de la vanidad, del orgullo, del éxito... Es la otra vía. El maligno se la propuso también a Jesús durante cuarenta días en el desierto. Pero Jesús la rechazó sin dudarlo. Y, con él, solamente con su gracia y con su ayuda, también nosotros podemos vencer esta tentación de la vanidad, de la mundanidad, no sólo en las grandes ocasiones, sino también en las circunstancias ordinarias de la vida.
En esto, nos ayuda y nos conforta el ejemplo de muchos hombres y mujeres que, en silencio y sin hacerse ver, renuncian cada día a sí mismos para servir a los demás: un familiar enfermo, un anciano solo, una persona con discapacidad, una persona sin techo...
Pensemos también en la humillación de los que, por mantenerse fieles al Evangelio, son discriminados y sufren las consecuencias en su propia carne. Y pensemos en nuestros hermanos y hermanas perseguidos por ser cristianos, los mártires de hoy —que son muchos—: no reniegan de Jesús y soportan con dignidad insultos y ultrajes. Lo siguen por su camino. Podemos hablar, verdaderamente, de “una nube de testigos": los mártires de hoy (cf. Hb 12,1).
Durante esta semana, emprendamos también nosotros con decisión este camino de la humildad, movidos por el amor a nuestro Señor y Salvador. El amor nos guiará y nos dará fuerza. Y, donde está él, estaremos también nosotros (cf. Jn 12,26).
Fuente: ---> http://bit.ly/1G8oHQh